John Keane | [Spanish translation] Hopes for Civil Society
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[Spanish translation] Hopes for Civil Society

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‘El Regreso de la Sociedad Civil’, Letras Libres (February 2021)

John Keane

COMIENZOS

Hace cuarenta años, la mera mención del sin- tagma sociedad civil causaba una mezcla de des- concierto, malentendido y confusión. Las dos pequeñas palabras servían para detener la conversación. Parecían ultramundanas, fantasmales y estériles: no parecían ni palabras. Eran excepciones. Hablar de sociedad civil tenía un valor de antigüedad para pensadores e historiadores políticos conscientes de que en otra época designaba una entidad política bien gobernada estructurada por leyes, como ocurría cuando la usaban desde filósofos como Aristóteles (koin nía politik ) hasta escritores políticos europeos de la primera modernidad como Hobbes y Locke, o que aludía a un espacio de asociación para ciudadanos propietarios que vivían en una monarquía constitucional o una república, que era el significado que pensadores modernos posteriores como Adam Ferguson, Hegel y Tocqueville contribuyeron a popularizar durante las convulsiones revolucionarias del periodo de 1750 a 1850. Otra excepción era la forma en que estudiosos y activistas japoneses y latinoamericanos presentaban los argumentos para mantener con vida las ideas de Antonio Gramsci sobre la importancia estratégica de las “fortalezas y casama- tas” de la società civile. Pero hasta hace cuatro decenios eran excepciones locales. Cualquier mención del sintagma sociedad civil provocaba un alzamiento de cejas y un silencio confuso. En algunos contextos, la expresión causaba desagrado y rechazo, como en Alemania, donde hasta comienzos de los años ochenta bürgerliche Gesellschaft se entendía como un término con fuertes connotaciones de “sociedad burguesa”, utilizado con propósitos diferentes por Marx y Hegel. El sintagma apestaba y, por eso, en la escena política berlinesa, al final se sustituyó por un neologismo que sonaba mejor, Zivilgesellschaft.

Pero, pese a las dificultades, el término sociedad civil, espolvoreado y espoleado por numerosas fuer- zas, se convirtió en lo que los alemanes llaman un concepto básico (Grundbegriff), un término que atraía una gran atención, provocaba controversias públicas en la calle y en el mundo de los periódicos, los libros y los panfletos y, de manera más dramática, que contribuyó a producir resistencia política y convulsiones políticas importantes en varios continentes.

La nueva conversación en torno a la sociedad civil era, en cierto sentido, la resurrección del viejo signi- ficado del término de los siglos XVIII y XIX. Preservaba la distinción entre instituciones estatales y el dominio no estatal de la sociedad civil. Pero tenía una nueva potencia marcada por un sentido definido de urgencia que atravesaba las fronteras como nunca antes. Se rompieron sus dolorosos vínculos con la clase media y la propiedad privada. Ayudada por la obra de activistas clandestinos, intelectuales públicos, periodistas, obreros, creyentes religiosos, think tanks, fundaciones filantrópicas y representantes electos de varios continentes, la sociedad civil se convirtió en el grito aglutinador y un arma letal en manos de ciudadanos que se defendían contra el poder arbitrario. Su popularidad en una amplia variedad de contextos era llamativa, incluyendo Rusia, China, Turquía, México y el mundo islámico. Cuando pensamos en esos años, vemos que la sociedad civil tenía un significado común para millones de personas. De manera simple y ecuménica, el sintagma aludía a un vívido mosaico de iniciativas no gubernamentales, redes e instituciones: pequeñas empresas, sindicatos, casas, ciudades y comunidades rurales, clubes deportivos, plataformas mediáticas, lugares de veneración y otras instituciones sociales no gubernamentales, a través de las cuales los ciudadanos, con una medida de autoconciencia, civilidad y valiente autoconfianza, viven su vida, “unos frente a otros”, se transforman “a través de la interacción mutua” (en palabras de Claude Lefort) y resuelven sus conflictos entre sí y con los mecanismos del gobierno que sirven para definir, constreñir y posibilitar sus actividades.

¿Entonces por qué se popularizó el término sociedad civil? De manera especialmente obvia, el sintagma se reveló descriptivamente atractivo. Las palabras parecían adecuadas para designar a grupos social- mente interconectados, asociaciones y redes que ope- ran de forma clandestina, resistencia de las bases al gobierno postotalitario en los regímenes unipartidistas de socialismo de Estado de la Unión Soviética y China. El nacimiento y el florecimiento en catorce meses de la sociedad civil en Polonia (1980-81) mostró que había una realidad que no podía desdeñarse como un asunto “liberal” o “burgués” de clase media. El sintagma describía de forma plausible los esfuerzos de ciudadanos que intentaban derribar dicta- duras en América Latina y África. La sociedad civil era un término que resonaba de igual manera con la irrupción de nuevos movimientos sociales como el feminismo, el empoderamiento negro o la política verde. El sintagma también servía como recordatorio de la importancia factual de lo que Karl Polanyi, C. B. Macpherson y otros estudiosos habían enseñado muchos años antes: que un límite básico de los proyectos de privatización a lo Thatcher es que los seres humanos no nacemos como bienes ni vivimos nuestra vida como objetos a los que poner un precio en el mercado. Toda la idea de la sociedad civil reiteraba la observación elemental de que la sociedad existe. Representa un desafío sociológico descriptivo a la afirmación de Friedrich von Hayek de que hablar de “sociedad” y “justicia social” es “absurdo, como el término ‘piedra moral’”. Las comunidades de gente, decía el razonamiento de la sociedad civil, no se for- man de manera espontánea, solo regateando entre multitudes de individuos en escenarios de mercado mutuamente beneficiosos y protegidos por la ley y el gobierno limitado. El individualismo metodológico del razonamiento de mercado es un fraude. No lograba entender los múltiples modos en que la gente, libre de la subyugación autoritaria y violenta, se reúne en grupos, asociaciones y redes al margen de los grandes negocios y del poder estatal.

Durante los años 1980 y 1990, la precisión descriptiva del sintagma sociedad civil ayuda a explicar por qué ofrecía ventajas estratégicas. Tenía verdadero potencial organizativo. En Europa Central y del Este, en los márgenes del imperio soviético, el sintagma era una estrofa en la poesía de la resistencia práctica y no violen- ta al poder total del Estado. Era el tema de la Carta 77, la idea central de Solidarno¬¬ en Polonia y el idioma de la resistencia local al gobierno unipartidista en varias ciudades de Yugoslavia, y, durante los meses de final de verano y comienzo del invierno de 1989, golpeó las calles, alimentando protestas que culminaron en las llamadas revoluciones de terciopelo que derribaron el imperio de la Unión Soviética. La sociedad civil también se convirtió en un lema del vocabulario de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, Amnistía Internacional y otros organismos globales. Ricas organizaciones filantrópicas, como la Fundación Ford y las Open Society Foundations, financiadas por George Soros, se unieron. Contribuyeron financiera- mente a sostener esfuerzos que buscaban la reducción de la violencia, mayor fiscalización pública y justicia social, y el reconocimiento de los grupos que sufrían discriminación.

La conversación en torno a la sociedad civil cambió definitivamente el pensamiento convencional sobre cómo alcanzar la democracia. Figuraba en el nuevo campo de estudios latinoamericanos acerca de la “transitología”, la cual investigaba el arte de desman- telar las dictaduras militares. Algo similar ocurrió en Europa Central y del Este, donde se consideraba que la democracia requería esfuerzos no violentos para defender una pluralidad de asociaciones de ciudadanos contra el gobierno de los Estados y los efectos corruptores de los mercados. Mucho más que luchas para elecciones periódicas libres y justas, la demo- cracia en la práctica requería esfuerzos estratégicos diseñados para detener todas las formas de poder arbitrario en sus pasos, para poner fin a la humillación, el abuso y la violación de los ciudadanos en cada dominio vital.

Probablemente fortalecía este razonamiento una profunda reflexión sobre el significado del poder y el empoderamiento. Por azar, más o menos al mismo tiempo que Michel Foucault subrayaba la necesidad que tenían el pensamiento político y la estrategia política de “cortar la cabeza del rey”, los amigos de la sociedad civil en Europa Central y del Este estaban reimaginando la definición del poder. Que yo recuerde no habían leído a Foucault, y sin embargo sus sentimientos eran más o menos idénticos. “Deja de pensar en el poder como en una entidad fija, como que se encuentra ‘ahí arriba’, como sinónimo de un Estado todopoderoso armado hasta los dientes”, instaban. El poder político no brota en último término de los cañones de ametralladoras, tanques o las pistolas de la poli- cía secreta. Los Estados armados no pueden sentarse en sus bayonetas. La ley marcial no puede producir gobiernos duraderos basados en el consentimiento de sus súbditos. El poder es omnipresente y viene de todas partes. Circula profundamente en el interior de la gente. Mora en el lenguaje que hablan, en la ropa que llevan y en la comida que comen. Como el poder da forma tanto a las vidas internas como externas de sus súbditos, los individuos y los grupos, en una amplia variedad de escenarios, son capaces de rechazos e inversiones de sus fortunas.

La nueva forma de pensar sobre el poder y el empoderamiento se ensamblaba con la presentación de la sociedad civil como ideal normativo opuesto a todo tipo de metafísica y dogmatismo. El ideal de sociedad civil exigía el rechazo inflexible a utopías de armonía social, un orden políticamente implementado y la posterior muerte de la vida pública y la política. Desde el punto de vista normativo, hablar de sociedad civil requería un respeto público y privado por el pluralismo ético y los desacuerdos vividos sobre las normas. Llamaba a los ciudadanos a seguir el principio de vivir y dejar vivir, de dar y tomar activamente y ver el mundo como si fuera “una buena obra” en la que “todo el mundo tiene razón” (para citar las pala- bras bien conocidas y en la época muy citadas del dramaturgo alemán Friedrich Hebbel). La sociedad civil implicaba el derecho a ser diferente. La visión normativa de una sociedad civil vibrante también iba con- tra el viejo y mal hábito socialista de suponer que la igualdad requería la desaparición de las diferencias y la homogeneización de las identidades. En cambio, sociedades civiles vibrantes tienen sistemas innatos de alarma temprana para detectar Grandes Ideologías metafísicas que reivindican respuestas comprensivas a todas nuestras preguntas sobre cómo vivir en nuestro planeta. Las sociedades civiles rechazan las ideologías porque nos distraen del aquí y ahora, nos impiden apreciar la belleza y complejidad de la vida; peor todavía, las ideologías actúan contra la aceptación de las diferencias y por tanto tienen consecuencias potencialmente autoritarias, violentas y despóticas. El filósofo británico de origen checo Ernest Gellner capturó esta idea sucintamente en un importante texto de la época, Conditions of liberty (1994). La gran ventaja normativa de la visión de una sociedad civil, señalaba, es que alentaba a los individuos, grupos y redes a vivir pacíficamente, libres de la humillación, con dignidad. Al construir “tantas escaleras independientes”, una sociedad civil permite “que la gente crea estar en lo alto de la escalera” y suponer que su escalera “es la que de verdad importa”.

También había algo de especial importancia ética sobre la recepción de la sociedad civil durante este periodo: se hacían esfuerzos filosóficos para inyectar el concepto de sociedad civil en la noción e ideal de democracia. La consecuencia era que la democracia, como mínimo, acabó refiriéndose normativamente a una entidad política y toda una forma de vida en la que el poder potencialmente abusivo de gobierno y empresas predatorias podía controlarse y equilibrarse a través de una sociedad civil cuyas relaciones de poder estaban simultáneamente sometidas a los contrapesos y al escrutinio de gobiernos e instituciones de evaluación nacidas de la sociedad civil. Como intenté explicar en Vida y muerte de la democracia (2018), el ideal normativo de la democracia monitorizada estaba entre los frutos de este movimiento teórico. Pero había más. El sintagma sociedad civil hacía que toda la idea de democracia mostrara sus fundamentos metafísicos. La democracia ya no podía concebirse como una forma espléndida de vida originada en las creencias en Dios, la historia, la verdad y otras bases metafísicas. A partir de entonces la democracia se consideraría como la condición de posibilidad de vivir sin la metafísica, los empujones y tirones, la subyugación y la violencia típicamente asociados a la creencia en los Absolutos. Eso también significaba que es una forma de política que democratiza el principio del Pueblo Soberano. No siente ninguna urgencia de arrodillar- se y adorar un cuerpo ficcional imaginario llamado “el Pueblo”. La política democrática rechaza el populismo. Solo tiene consideración por la gente de carne y hueso en toda su heterogeneidad vivida. El ideal normativo de la sociedad civil presenta un desafío formal a los dogmáticos de todas las persuasiones. La democracia se convierte en el guardián de la diversidad y el pluralismo, la humildad y la heterarquía (Warren McCulloch). Es toda una forma de vida equipada con conjuntos de instituciones de gobierno y sociedad civil diseñadas para compartir el poder, para proteger a la gente de la humillación y la explotación en manos de unos pocos, y para permitir que vivan juntos como iguales, sin deshonra ni degradación.

ECLIPSE

Desde más o menos el año 2000, le ocurrieron dos cosas a la conversación en torno a la sociedad civil: el sintag- ma empezó a perder poco a poco su visibilidad pública y (la cara B) se convirtió en un marchito sinónimo del llamado “tercer sector” filantrópico, ubicado fue- ra de las fronteras de mercados y Estados.

¿Cómo es que el ideal de sociedad civil quedó arrinconado y se convirtió en una pálida sombra de su ser anterior? Había numerosos factores convergentes, el más obvio de los cuales era el esfuerzo por prohibir el uso público de la expresión, como ocurre desde 2013 en la República Popular China, donde un comunicado de la Oficina General del Partido Comunista Chino (llamado Documento 9) denunció la expresión (g ngmín shèhuì) como un arma política utilizada por varias “fuerzas occidentales antichinas”. Había, también, esfuerzos por revelar la expresión como fallida o puro absurdo. Foucault alegaba que el discurso en torno a la sociedad civil estaba infectado de “una especie de maniqueísmo que aflige a la noción de ‘Estado’ con una connotación peyorativa mientras que idealizaba a la ‘sociedad’ como algo bueno”. Pensadores republicanos preocupados por definir y proteger las virtudes públicas y el bien común argumentaban que la ética de la sociedad civil esquivaba “el desafío de determinar lo que comprende una sociedad buena y no meramente civil” (Amitai Etzioni). Había argumentos que decían que la sociedad civil era una frase que sonaba bien y justificaba la dominación neocolonial occidental. El historiador y activista pacifista Edward Thompson me dijo varias veces que al emplearse del lado de los “disidentes” en la Euro- pa Central y Oriental el sintagma sociedad civil corría el riesgo de cuestionar los logros del “socialismo” en el bloque soviético. La Liga Yugoslava de Comunistas me acusó oficialmente de ser un apologista burgués. Intelectuales neomarxistas como Ellen Meiksins Wood decían que todo el parloteo sobre la sociedad civil servía como ideología del capitalismo contemporáneo, mero camuflaje retórico de órdenes políticos dominados por la clase y la llamada democracia parlamentaria.

En un extraño giro del destino, esos ataques suma- ron sus fuerzas a las del principal enemigo de la sociedad civil, el neoliberalismo. Think tanks, ONG, ejecutivos empresariales, académicos, periodistas, políticos y gobiernos se convencieron de que la privatización de las funciones estatales y el fortalecimiento de los procesos mercantiles eran necesarios y correctos y que esto, a su vez, requería una reflexión sobre cómo las relaciones entre el Estado, la sociedad civil y la cooperación pública y privada podían regularse mejor a través de acuerdos de “gobernanza”. La gobernanza, normalmente mal definida, se convirtió en el mantra de los diseñadores de políticas en muchos escenarios distintos. Describía y recomendaba procesos de toma de decisión acometidos no solo por Estados sino por empresas, asociaciones profesionales y redes. “La gobernanza difiere del gobierno en que se centra menos en el Estado y sus instituciones y más en prácticas y actividades sociales”, escribió Mark Bevir, uno de sus principales analistas, a quien le gustaba señalar la afinidad entre el término gobernanza, entendido como “todas las formas de coordinación y patrones de gobierno” y la preocupación neoliberal por la reforma del sector público diseña- da para “promover mercados, subcontratación, redes y gobierno coordinados frente a la jerarquía burocrática”. El término estaba marcado por una vaguedad y vacuidad unidas a fuertes connotaciones de la necesidad de gobiernos, negocios y cuerpos profesionales para conjugar sus demandas competitivas y trabajar pa- ra armonizar las normas, reglas y procesos de toma de decisión que regían sus interacciones. En consecuencia, asuntos que tenían que ver con los actores que deciden públicamente cuánto, cuándo y cómo, y si deberían hacerlo, así como cuestiones de poder y de la forma en que se pueden prevenir públicamente sus abusos, se perdieron. También lo hizo la categoría de la sociedad civil, que en el mejor de los casos se veía como el mero apéndice de la cooperación gubernamental y empresarial, los acuerdos públicos y privados entre “accionistas”, mecanismos de mercado y burocracia gubernamental de arriba a abajo guiados por “marcos analíticos de gobernanza”.

La jerga entumecía, pero surtía efecto. La degradación del concepto de sociedad civil posiblemente convenía a la era antipolítica del neoliberalismo. Durante un tiempo, consolidaba la tendencia general hacia el desmantelamiento de las instituciones estatales de bienestar, la desregulación de los mercados, el poder creciente de los bancos y las instituciones crediticias, y el énfasis público en la provisión privada, la adquisición de dinero, el enriquecimiento y el con- sumo doméstico alimentado por la deuda. El impulso organizado hacia un capitalismo levemente regulado pero extremadamente agresivo lubricado por el crédito barato amenazaba con la extinción del lenguaje de la sociedad civil. El sintagma se vio obligado a retro- ceder. Donde sobrevivía, lo hizo de manera reducida, disminuida, como un sinónimo de actividades voluntarias, sin ánimo de lucro, de caridad.

Al ver cómo se produjo esa reducción, cuando analizamos de forma retrospectiva, resulta claro que esos defensores de la sociedad civil que pensaban en ella como equivalente al “tercer sector” eran cómplices voluntarios o inconscientes del neoliberalismo. También estaban implicadas las contribuciones de intelectuales destacados como Jürgen Habermas, que consideraba a la sociedad civil como el equivalente del “mundo de la vida” (Lebenswelt), un espacio de acción comunicativa que no pertenece al Estado ni al mercado y donde los ciudadanos crean significado juntos y se forman a sí mismos en la deliberación pública. El énfasis en las esferas públicas en esta concepción limitada de la sociedad civil mantenía vivos los ideales de la política no violenta y la participación ciudadana en los asuntos públicos. Pero, desde el punto de vista teórico, la geografía conceptual del enfoque habermasiano tenía defectos. Se con- cedía demasiado espacio al poder estatal y a mercados movidos por el dinero, guiados por la producción de bienes y el intercambio, como si esas lógicas de sub- sistemas “superiores” de capitalismo organizado por el Estado fueran imperativos irrompibles sometidos en el mejor de los casos a las presiones de la sociedad civil de manera “solo indirecta”, en palabras de Habermas. El monitoreo público del poder en esos sectores a través de tribunales, parlamentos, comisiones anticorrupción, sindicatos, organizaciones de mujeres, redes ecologistas y otros cuerpos de vigilancia fue públicamente desdeñado. También se perdió la riqueza y relevancia continuada de la descripción originaria de la primera modernidad que presentaba a la sociedad como algo que incluía los mercados.

La “experiencia de mercado” (Robert E. Lane) y otras instituciones de la sociedad civil tienen en común ciertas reglas sociales y hábitos del corazón en común. Los procesos del mercado de producir, comprar, vender y consumir bienes están incrustados en un habitus social anclado en el trabajo no remunerado del hogar. Los mercados también tienen ciertos efec- tos socializadores o “civilizadores” (como el propio Marx señaló al analizar la “socialización de la producción” bajo condiciones capitalistas). Las sociedades civiles estructuradas por procesos de mercado requieren funcionalmente la no violencia; el dinero y la capacidad del cálculo monetario; la contención de los actores y su amor propio cuidadosamente definido (que también se llama compasión); y una idea de responsabilidad equiparable para las acciones individuales, incluso la idea de que los fracasos tienen castigos, de que hay un precio que pagar por los errores. Del mismo modo, ni la sociedad civil ni los merca- dos pueden funcionar sin la cultivada capacidad de los actores para negociar con los desconocidos (como en el mundo empresarial), para confiar en los demás y para entenderse juntos. Las sociedades civiles están marcadas por una impersonalidad definida: el des- conocido es una figura común a los mercados y otras instituciones de la sociedad civil.

SIGNOS DE RENOVACIÓN

Hay una creciente evidencia de que la visión práctica de las interacciones no violentas y civiles de la gente protegida por la ley frente a los negocios predatorios y los gobiernos hambrientos de poder está de regreso. La depredación y los fallos de mercado están entre los impulsores clave de este renacimiento. Los esfuerzos intelectuales para construir muros descriptivos entre la sociedad civil y los mercados capitalistas no solo fracasaron a la hora de entender los elementos de “capital social” que funcionalmente requieren y com- parten. El intento de definir a la sociedad civil como una esfera independiente del mercado de relaciones sociales olvidaba lo que el casi colapso de los sectores de banca y crédito de la región atlántica en 2008 nos volvió a enseñar: los mercados no regulados tienen consecuencias sociales y ecológicas perjudiciales y por tanto requieren más de un “ligero toque” de regulación gubernamental con dosis de filantropía de la sociedad civil. Los mercados tienden a dañar y quebrar las instituciones de la sociedad civil. Generan efectos inciviles: las miserias cotidianas documenta- das, digamos, en las películas de Ken Loach I, Daniel Blake (2016) y Sorry we missed you (2019). Los mercados son fuentes de desigualdad social y dominación de clase, además destruyen virtudes y prácticas de la sociedad civil como la cortesía, el reconocimiento mutuo y la igualdad social.

Esas dinámicas inciviles ayudan a explicar por qué hay una conciencia creciente, amargamente disputada y distribuida de manera desigual, de que los merca- dos requieren corrección, no solo a través de políticas de nueva “guía” y “desmercantilización” sino también por medio de los esfuerzos directos de ciudadanos que trabajan y viven en las sociedades civi- les. Vale la pena recordar que la lucha por encontrar nuevas formas de domesticar socialmente el poder de las empresas y volver a colocar los mercados en el tejido de las sociedades civiles es por supuesto un tema perenne de la política moderna. En el apogeo de un siglo de debates sobre la sociedad civil, que empezaron a mediados del XIX, hubo pioneras innovaciones sociales como cooperativas, clubes de amistades, círculos científicos y literarios, editoriales, capillas, gremios, uniones de artes y oficios y partidos políticos. Las pala- bras socialismo y socialdemocracia nacieron de esas innovaciones. Desde el punto de vista histórico, servían como palancas para el empoderamiento, lugares de la sociedad civil donde los que no tenían poder, a base de pequeños pasos, podían alcanzar grandes cosas frente al poder de rapaces predadores empresariales.

Hoy, llamados análogos a la desmercantilización de la sociedad civil y a la socialización de los mercados están de nuevo en la agenda política. La lista de iniciativas sociales reales o propuestas es larga y creciente. Incluye plataformas colaborativas de servicio público y esfuerzos por construir una “economía relacional” que crea valor a partir de las relaciones sociales, como en la colaboración entre pares de los esquemas Airbnb. Los ejemplos se extienden a innovaciones sociales y ciudades sin huella de carbono y apoyo social a servicios de atención domiciliaria en asuntos como el cuidado de la tercera edad o la acogida de refugiados. Campañas para obligar a las empresas a cumplir sus obligaciones sociales y prestar atención al expolio ambiental que causan empujan en la misma dirección que los esfuerzos por fortalecer los derechos de los accionistas, los comités de empresa, los derechos de sindicación, la reducción de la jornada laboral y la defensa social de los permisos de maternidad y paternidad.

EL POPULISMO Y SUS PATOLOGÍAS

La resistencia de la sociedad civil es evidente en Brasil, Estados Unidos, Filipinas, la República Checa y otros países que sufren el nuevo populismo. El significado del término populismo es tan intensamente disputado como sus efectos sociales y políticos, pero en todas partes hay un acuerdo de que parasita sociedades civiles intranquilas, desafectas y enfadadas. El populismo es mucho más que una “ideología delgada”, como han afirmado estudiosos como Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser. Se entiende mejor como una enfermedad autoinmune de la democracia, un estilo de política seudodemocrático que aprovecha una parte de la sociedad civil para debilitarla o directamente destruirla. La sociedad civil se convierte en su peor enemigo. En nombre de un “pueblo” imaginado, que se define como si fuera un demiurgo, algo similar a un regalo metafísico a los terrícolas por parte de los dioses, el populismo tiene una “lógica interna”, o lo que Montesquieu llamó “espíritu”, que lo impulsa para que robe la vida de la sociedad civil y de la democracia basada en el reparto de poder y comprometida con el principio de la igualdad.

El populismo es un ventrilocuismo político. Su dis- curso metafísico de un pueblo requiere para funcionar a demagogos habladores como Bolsonaro, Erdoğan, Orbán y Kaczyński. Extiende un pacto diabólico con líderes que desempeñan el papel de avatares terrena- les y redentores (Enrique Krauze) del “pueblo”. Su consecuente hostilidad a la complejidad de las cosas y a los valores del pluralismo se ve en el apoyo que dan a los ataques a periodistas y medios independientes, expertos, jueces que defienden el Estado de derecho y otras instituciones que monitorean el poder. No es cierto que la elección para un cargo sacie la sed de poder de los populistas. Atrapados por un impulso interior que les pide destruir pesos, contrapesos y mecanismos para el escrutinio y la limitación pública del poder, los líderes y partidos populistas tienen poca o ninguna afición por la política institucional del toma y daca. En su empeño por amasar una reserva de poder, confrontada por sus oponentes, los populistas típicamente atacan con dureza a aquellos a quienes definen como Otro. El populismo promueve hostilidad a los “enemigos”. Extiende un lenguaje incívico y entabla luchas políticas con aquellos que define como desviados, disidentes y protagonistas del desacuerdo y la diferencia. No es sorprendente que el nuevo populismo esté poseído por una mentalidad territorial que favorece reglas más estrictas de visados e inmigración y Estados naciones protegidos en sus fronteras contra “forasteros” e influencias “extranjeras”. Tampoco es una sorpresa que los populistas se sientan atraídos por la oscura energía de la violencia, o que la alien- ten o practiquen contra la gente que se juzga como escoria indigna.

La agitación antipopulista contra el acoso sexual, la lucha por las ciudades santuario, los grupos de monitoreo de la policía, redes queer, plataformas de redes sociales pagadas con crowdfunding, apoyo público a mezquitas, sinagogas y otros espacios de culto son, de distintas maneras y con diferentes grados de efectividad, normativa y estratégicamente significativos. No solo alertan de los efectos antidemocráticos del populismo y de la forma en que sus apologías de la incivilidad, la avaricia, la riqueza concentrada y la violencia pública amenazan profundamente a las instituciones de la sociedad civil. Las campañas sirven como advertencia de que el nuevo populismo puede señalar, empujar y arrastrarnos hacia un nuevo tipo de “democracia fantasma”, que tiene bastantes rasgos –como expliqué en mi libro The new despotism (2020)– en común con esos nuevos despotismos de Rusia, China, Hungría, Turquía y Singapur.

EL GOBIERNO DE EMERGENCIA

Para la considerable sorpresa de muchos observado- res, la resiliencia de la sociedad civil bajo presión del despotismo se ha convertido en un asunto pública- mente pertinente desde que empezó la disrupción del orden global a causa de la pestilencia de la covid-19. A medida que se extendía el virus, las estructuras superiores del reparto de poder y la democracia monitorizada empezaron a archivarse. Se impuso el gobierno de emergencia. Se limitaron las reuniones públicas. Ciudades enteras se convirtieron en vas- tos espacios vacíos. Los cierres escolares mandaron a más de quinientos millones de niños a casa, según la UNESCO. Parlamentos que podrían haber funcionado como detectores tempranos y representantes del estrés ciudadano se cerraron. También se cerraron cines, restaurantes, bares, clubes, gimnasios, mezquitas, sinagogas, iglesias y templos. Los aeropuertos se convirtieron en instituciones fantasmales. Se cancelaron actos públicos. Se suspendieron mítines electorales. Y en casi todas partes parecía que había llegado la era de los organismos no electos encargados de la gestión de la crisis y adornados con nombres bélicos.

El virus que se extendía aumentó la lista de procedimientos del estado de emergencia. Pero también produjo agitación pública contra estas formas de gobierno. En más de una docena de ciudades estadounidenses, por ejemplo, los manifestantes, algunos de ellos armados, en su mayoría defensores de un presidente populista que prometía redención, salieron a la calle, enarbolando carteles, bloqueando carreteras y tocando el claxon en defensa de “la libertad” y “la reapertura de la economía”. En otros muchos lugares, millones de personas fueron seducidas por un fuerte sentido de solidaridad social, de lo que los sudafricanos llaman ubuntu, una ética de la interdependencia (“Yo soy porque tú eres”). Se golpeaban cacerolas y sartenes, y se entonaban canciones de solidaridad en balcones y aceras. La pestilencia impulsó mucha bon- dad y generosidad ciudadana, y por eso la expresión “distanciamiento social” es confusa. El distanciamiento social era la realidad, pero a causa del amplio uso de los medios digitales se produjeron saltos y vínculos sociales, a veces de maneras inesperadas. Había una mayor conciencia de la importancia del “bienestar” y mucha especulación de que nos esperaban sociedades civiles más robustas, menos impulsadas por la aspiración a conseguir bienes o dinero. Se hablaba mucho de la necesidad de aumentar de forma permanente la remuneración y el respeto público para los trabajadores esenciales –enfermeros, médicos, profesores y limpiadores, conductores de ambulancias, repartidores, trabajadores del turno de noche en almacenes– que se encargaban de que las sociedades civiles enteras sobrevivieran a la pestilencia. La gente pedía a los gobiernos y recogía comida y apoyo para los hambrientos y acosados en Twitter, organizaba reuniones sociales a través de Skype para beber con los amigos, se conocían y se casaban por Zoom. Había movilizaciones contra la intolerancia racial y la violencia policial, llamados para un ingreso ciudadano básico; y se hablaba mucho de la necesidad de ralentizar de forma permanente la vida cotidiana, de cortar las emisiones de dióxido de carbono y dejar que los pájaros siguieran cantando.

EL FUTURO

Todo eso está muy bien, pueden decir los lectores escépticos, pero, en el llamado mundo real, ¿cuál es el futuro probable de las sociedades civiles cuando las vivimos o anhelamos en esta tercera década del siglo XXI?

Mi predicción es que en el futuro los ideales poéticos y los hechos desagradables de la sociedad civil permanecerán en cada punto del planeta. La solidaridad civil en tiempos de pestilencia, estado de emergencia, políticas populistas y rechazos a la violencia estatal, así como los esfuerzos ciudadanos para socializar mercados y proteger biomas, son algunas de las poderosas fuerzas que trabajan para garantizar que la idea y práctica de una sociedad civil no muera fácil- mente en las nieblas del pasado. La visión práctica de interacciones no violentas, civiles entre individuos y grupos organizados, redes extendidas y asociaciones informales de gente con convicciones diferentes, pero que se considera con el mismo derecho a ser protegida por la ley contra empresas predadoras y gobiernos rapaces, seguirá atrayendo a gente contrariada y abandonada que desea una vida mejor o que es explotada por empleadores abusivos, que sufre insultos raciales y otras formas de violencia, acoso sexual o discriminación religiosa, o que está sin dinero, sin casa, hambrienta, o con una vivienda en malas condiciones. Los actos de la sociedad civil seguirán produciéndose: la política contemporánea estará salpimentada de pro- testas ecológicas, manifestaciones en los parlamentos, sorpresas electorales y rechazos a la violencia criminal.

Eso está claro. Mucho menos claro resulta hasta qué punto en estos tiempos difíciles la idea de sociedad civil puede sobrevivir a las intensas presiones que sufre. Y así esta breve historia de la vida y tiempos de la sociedad civil termina con un tono de precaución y una sobria advertencia: las experiencias pasadas nos dicen que las sociedades civiles pueden ser pulverizadas y eliminadas, y que su destrucción ocurre típicamente con mucha más facilidad y muchas veces más deprisa que su construcción a cámara lenta y paso por paso. La observación dispara una alarma y es una llamada a la acción: solo los ciudadanos y sus representantes electos, ayudados por tribunales, agencias anticorrupción y otras instituciones de control público pueden garantizar la vida de las sociedades civiles. Si es así, la supervivencia y el florecimiento de la sociedad civil es en último término una cuestión política. Requiere que los ciudadanos y sus representantes electos se preparen para lo peor de manera que pue- dan beneficiarse de lo que tienen, y de lo que aparece en su camino, para construir un futuro mejor para todos, en todas partes. Pero la sociedad civil también es un asunto de aclarar y afilar el lenguaje que utilizamos para describir, interpretar y actuar sobre el mundo, en la vida cotidiana y en las instituciones que mueven y transforman nuestras vidas. “Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje”, escribió Octavio Paz. “La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y con el restablecimiento de los significados.” ~


Traducción del inglés de Daniel Gascón. Ideas editadas sobre la resurrección del concepto de sociedad civil pre- paradas para el VII Congreso Nacional de Ciencias Sociales, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 11 de noviembre de 2020.

 

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