Reflexions o Imperio e a Transicion A Democracia
Lecture prepared for the II Encontros de Mondariz Balneario – Organized by Fundación Carlos Casares . Second Session – Tuesday 21st September 2004
The text of this lecture is in Spanish.
O profesor John Keane é Catedrático de Teoría Política da Universidade de Westminster. Entre outras obras, é autor de Global civil Society. Foi considerado polo xornal “The Times” como «un dos principais pensadores políticos británicos, con traballos de importancia mundial».
Selección de textos escolmados do libro
Hacia una sociedad civil global. (J. Vidal Beneyto, dir.)
Taurus (Madrid, 2003).
SOBREDETERMINACIÓN (páx. 78)
Este neologismo, sociedad civil global, da una denominación tardía a esa antigua tendencia de las sociedades civiles locales y regionales a vincularse y a penetrar en regiones de la Tierra que previamente no habían conocido la ética y las estructuras de la sociedad civil en el sentido europeo moderno. Sin embargo, el neologismo también alude a desarrollos actuales que aceleran el crecimiento y que dan mucha mayor «densidad» a las redes de actividades transnacionales, no gubernamentales. ¿Qué impulsa esta globalización de la sociedad civil? Sus paladines activistas y sus sostenes intelectuales aluden en ocasiones al poder de la elección moral autónoma. Siguiendo los pasos de Gramsci, generalmente sin saberlo, definen la sociedad civil global como el espacio de interacción social «situado entre la familia, el Estado y el mercado y más allá de los confines de las sociedades, comunidades políticas y economías nacionales». Esto les lleva a hablar, de forma bastante romántica, de la sociedad civil como ámbito de libertad real o en potencia, como un «tercer sector» opuesto al poder impersonal del Gobierno y al codicioso ánimo de lucro del mercado (es típico que en este punto los hogares desaparezcan del análisis). Como escriben Naidoo y Tandon, «la sociedad civil participa al lado de las instituciones del Estado y del mercado, no las sustituye». La sociedad civil global «es la red de asociaciones autónomas que ciudadanos sujetos de derechos y obligaciones crean voluntariamente para afrontar problemas comunes, perseguir intereses compartidos y promover aspiraciones colectivas». Esas imágenes puristas reducen la sociedad civil global realmente existente a estrategias de campaña al servicio del ideal normativo de la autonomía de los ciudadanos a nivel global. A su vez, eso suscita la desafortunada impresión de que la sociedad civil global es un sujeto (potencialmente) unificado, una «tercera fuerza», algo así como el proletariado mundial de a pie, el sujeto universal que puede romper sus cadenas y hacer realidad la idea de una «Alianza Mundial para la Participación Ciudadana», corrigiendo de este modo las injusticias del mundo. Aunque pueden decirse muchas cosas a favor y en contra de esas concepciones, habría que resaltar aquí que su sesgo gramsciano, que traza una nítida línea de demarcación entre las (malas) prácticas comerciales respaldadas por el Gobierno y las (buenas) asociaciones voluntarias, conduce a estos autores a minusvalorar el carácter sobredeterminado de la sociedad civil global. «La solidaridad y la compasión por el destino y el bienestar de otros, aun desconocidos y distantes, un sentido de responsabilidad personal y de confianza en la propia iniciativa para hacer lo correcto: el impulso hacia el dar y compartir altruista; el rechazo a la desigualdad, la violencia y la opresión» sin duda son motivos relevantes, incluso indispensables en la globalización de la sociedad civil. Pero el énfasis unilateral en las libres opciones cívicas de hombres y mujeres tiene el efecto de velar otras fuerzas planetarias que actualmente limitan y posibilitan sus acciones.
TURBOCAPITALISMO
El turbocapitalismo se encuentra sin duda entre los principales impulsores de la sociedad civil global. Para entender por qué esto es así, y qué significa el término «turbocapitalismo», hay que establecer una breve comparación con el sistema del capitalismo del Estado de bienestar keynesiano que predominó en Occidente después de la II Guerra Mundial. Durante cerca de tres décadas, las economías capitalistas de mercado como las de Estados Unidos, Suecia, Japón, la República Federal de Alemania y el Reino Unido avanzaron hacia un capitalismo controlado por el gobierno. Empresas, fábricas e industrias enteras eran en gran medida fenómenos nacionales; facilitada por el comercio internacional de materias primas y alimentos, la producción se organizaba básicamente dentro de economías o segmentos de las economías nacionales delimitadas territorialmente. Los mercados estaban integrados en redes de gobierno. En contraste con esto, en la era del turbocapitalismo los mercados tienden a desligarse de esas redes. Siempre que triunfa la economía turbocapitalista, se llega a la mínima regulación de los flujos de capital, la desregulación de los mercados laborales y a recortes en el Estado de bienestar. El turbocapitalismo es una especie de empresa privada impulsada por el deseo de emancipación de restricciones fiscales, intransigencia sindical, interferencia gubernamental y todas las demás restricciones ajenas al libre movimiento del capital en búsqueda de beneficio. El turbocapitalismo tiene efectos fuertemente desreguladores a escala global. Las filiales transnacionales de unas 300 firmas que marcan la pauta en sectores económicos como la banca, la auditoría, la automoción, el transporte aéreo, las comunicaciones y el armamento -sus activos combinados constituyen aproximadamente una cuarta parte de los activos productivos del mundo- ya no funcionan como filiales de producción y distribución de sus matrices nacionales. Rompiendo los límites de tiempo y espacio, idioma y costumbres, funcionan como complejos flujos globales o redes integradas de personal, dinero, información, materias primas, componentes y productos.
Sin embargo, tampoco hay que exagerar el grado en el que las empresas turbocapitalistas operan de forma global, como leviatanes que rompen fronteras. El turbocapitalismo tiene un acusado sesgo geográfico. Sus sedes frecuentemente se encuentran dentro de los países de la OCDE, y los flujos de capital, tecnología y comercio que efectúa tienden a concentrarse, de momento dentro (y no entre) las regiones europeas, las del Pacífico asiático y las de los países de la Zona de Libre Comercio del Atlántico Norte/regiones de América Latina. Sin embargo, siempre que triunfa la economía turbocapitalista, tiene efectos claramente globalizadores. Conduce a drásticos incrementos de las alianzas y a la coproducción con ánimo de lucro, a acuerdos de licencia y subcontratación entre empresas locales, regionales y globales. Por primera vez en la historia, las empresas capitalistas modernas tienen derechos ilimitados de pasto. Apoyándose en la liberalización del comercio y la inversión y en las mejoras radicales del transporte y las tecnologías de comunicación, pueden hacer negocios en cualquier parte del mundo. Las excepciones -Corea del Norte, Afganistán, Sierra Leona- confirman la regla, especialmente desde el colapso del imperio soviético y el comienzo del experimento chino con las reformas de mercado organizadas por el Estado. Algunos economistas describen esta tendencia en términos del desarrollo histórico de las cadenas globales de mercancías: secuencias funcionales geográficamente dispersas pero vinculadas transaccionalmente, en las que cada fase añade valor de mercado al proceso mundial global de producción de bienes o servicios.
En su célebre análisis de la «división del trabajo» dentro de las sociedades civiles emergentes de la región atlántica, las referencias de Adam Smith a la especialización de los trabajadores dentro de las diferentes partes del proceso de producción no tenían connotaciones geográficas específicas. Adam Smith podía dar por supuesto que las industrias y servicios de todo tipo disfrutaban de una «protección natural» frente a la competencia extranjera gracias a los caprichos de la distancia geográfica. Esa suposición siguió siendo plausible incluso durante el vigoroso brote de crecimiento de la integración económica internacional previo a la I Guerra Mundial, y hasta hace dos décadas, cuando la integración superficial -comercio directo de bienes y servicios entre empresas independientes y a través de movimientos internacionales de capital- era la norma. Por contraste, el sistema de turbocapitalismo arrastra tras de sí a todos y a todo, incorporándolos a procesos de integración profunda, que se extiende del comercio visible e invisible a la producción de bienes y servicios por medio de cadenas de mercancías conectadas globalmente y organizadas por corporaciones transnacionales.
Estos procesos de integración son sumamente complejos y desiguales. El turbocapitalismo ha desencadenado fuerzas globalizadoras, pero esto todavía no ha desembocado en una economía mundial plenamente globalizada en la que las vidas y los medios de vida de todas las personas y rincones de la Tierra estén vinculadas unas con otras e integradas funcionalmente. El turbocapitalismo no conduce a un «mercado global», y no digamos a una «aldea global». Sus efectos son variables, y van desde formas de integración muy débiles o inexistentes a una integración muy fuerte o plena. En un extremo del continuo se encuentran pueblos y regiones enteras que son ignorados de forma rutinaria por las dinámicas del turbocapitalismo. Muchas partes del África subsahariana -en las que, a pesar de la tendencia global al crecimiento, la inversión exterior directa realmente descendió a lo largo de la última década, y hoy sólo supone el 1,4 por ciento de la inversión mundial pueden incluirse en esa categoría; esas zonas, víctimas del «apartheid capitalista» (término acuñado por el economista peruano Hernando de Soto), sufren las consecuencias de la negligencia organizada por los inversores turbocapitalistas. En otros lugares, avanzando a lo largo del continuo, la norma es el intercambio directo a través de vastas distancias entre las áreas opulentas del núcleo y zonas más pobres de la periferia: por ejemplo, la exportación de granito extraído en Zimbabue a las cocinas y cuartos de baño de Europa occidental. En el extremo opuesto del continuo existen sectores de la vida económica -como la especulación financiera altamente inestable a lo largo de las 24 horas del día en ciudades como Nueva York, Londres y Tokio- en los que la Tierra entera es, literalmente, un campo de juego para el turbocapital.
Dentro de los sectores industriales y de servicios de la sociedad civil global, el turbocapitalismo también se abre camino a través de las barreras territoriales y de tiempo, produciendo formas de integración de los mercados sumamente complejas y caleidoscópicas que implican la fragmentación de los procesos de producción y su redistribución geográfica y reintegración funcional en una escala global. De acuerdo con lo que podría denominarse el Principio de Bajo Coste y Seguridad, las empresas capitalistas globalizan la producción transfiriendo métodos de producción sofisticados y punteros a países en los que los salarios son sumamente bajos. Como consecuencia de esto, ciertos países más pobres, entre los que se encuentran México y China, están equipados ahora con las infraestructuras precisas para albergar cualquier empresa de servicios o industrial, trátese de ventas por teléfono de billetes de avión y vacaciones o producción de alta tecnología de mercancías intensivas en capital como ordenadores y automóviles. Ese comercio e inversión dentro de las empresas también conduce a la formación de una masa laboral global. Cuando las empresas desarrollan cadenas de inversión globalmente interconectadas, recursos, productos acabados y servicios, los trabajadores establecidos en países más ricos, como Alemania y Francia, son obligados a competir efectivamente con trabajadores que viven en lugares -China, Singapur, Taiwan, Corea del Sur- en los que los salarios son bajos y los derechos sociales de los trabajadores están mal protegidos o son inexistentes.
CONTRADICCIONES DEL MERCADO
Las llamativas discrepancias sociales que producen los procesos de mercado dentro de la sociedad civil global han llevado a algunos observadores -Sakamoto Yoshikazu, por ejemplo- a plantearse si las fuerzas de mercado, con semejantes consecuencias destructivas, pertenecen a la categoría de sociedad civil global en sentido propio. La pregunta de Yoshikazu es importante, aunque sólo sea porque ejemplifica una fuerte tendencia en la actual literatura académica sobre la sociedad global a recurrir a la distinción originalmente gramsciana, y que plantea problemas tan profundos, entre sociedad civil (el ámbito de las organizaciones sin ánimo de lucro y no gubernamentales) y el mercado (la esfera de la producción e intercambio de mercancías para producir y percibir beneficios). Yoshikazu, siguiendo las huellas de Gramsci, combina equivocadamente los posibles usos diferentes -interpretación empírica, cálculo estratégico, juicio normativo- del concepto de sociedad civil global. Sobre esa base, su rechazo, comprensiblemente enérgico, de los efectos socialmente negativos (disruptivos o destructivos sin más) de las fuerzas del mercado dentro de las sociedades civiles realmente existentes le lleva a desterrar totalmente el mercado del concepto de sociedad civil global. Esa argumentación recurre de forma subrepticia a la distinción entre el «ser» y el «deber ser» para defender a este último frente al primero. De este modo, el «término sociedad civil global» se transforma en una utopía normativa. Utilizando la terminología ética, se convierte en un concepto «puro»: en un «bien sin adulterar», como un rutilante y codiciado diamante valorado por todos, especialmente si se ofrece en una aterciopelada y suave almohadilla de bellas palabras.
La argumentación normativa de Yoshikazu es tentadora -¿quiénes sino los avaros, ideólogos y criminales pueden oponerse a la sociedad civil en el sentido que él le da?-, pero debería rechazarse por tres razones. Desde un punto de vista normativo, implica que la sociedad civil global podría sobrevivir en el futuro sin dinero o intercambios monetarios: de forma parecida a como los comunistas del siglo XIX y principios del XX imaginaron desastrosamente que la futura sociedad comunista podría mantenerse unida por atributos tales como el amor, el trabajo duro y la reciprocidad. Ambos cometen el error de suponer que es posible abastecer de bienes y servicios a sociedades complejas de formas complejas por mediación de alguna mano invisible ajena al mercado, que en realidad resultaría ser la mano dura del hambre y del caos. En cuestiones de estrategia, el concepto purista de sociedad civil global no funciona mejor. Si el objetivo es crear y/o reforzar la sociedad civil global desplazando a las fuerzas del mercado, cualquier cosa relacionada con el mercado -dinero, puestos de trabajo, trabajadores, sindicatos- no puede, por definición, ser de mucha utilidad en las luchas para lograr ese objetivo civilizador. De otro modo, los medios -la mercantilización de las relaciones sociales- corromperían y podrían imponerse al fin que se persigue: la humanización de las relaciones sociales. De forma poco realista, parece que la sociedad civil global sólo sería posible si las personas se comportaran como buenas personas. El trabajo, los sindicatos, la filantropía empresarial, los pequeños negocios, las tecnologías avanzadas que aportan las empresas transnacionales: nada de esto (se supone) podría o debería desempeñar un papel en la lucha por ampliar y dar densidad a las redes sociales transnacionales que componen la sociedad civil global.
Finalmente, puede plantearse una poderosa objeción empírica al intento de separar los mercados de la sociedad civil global. El dualismo entre el mercado y la sociedad civil global que esgrimen Yoshikazu y otros es un fantasma, una mala abstracción, pues en realidad los mercados siempre son una forma particular de interacción social y políticamente mediada estructurada por el dinero, la producción, el intercambio y el consumo. De aquí se sigue no sólo que los mercados son una característica empírica intrínseca, un prerrequisito funcional de la sociedad civil global actualmente existente, sino también que la sociedad civil global tal como la conocemos y experimentamos hoy no podría sobrevivir ni un solo día sin las fuerzas de mercado desencadenadas por el turbocapitalismo. La norma inversa también se aplica: las fuerzas de mercado del turbocapitalismo no podrían sobrevivir ni un solo día sin otras instituciones de la sociedad civil global, como los hogares, las asociaciones vecinales, las regiones y normas sociales lingüísticamente compartidas como la amistad, la confianza y la cooperación no violenta.
Para enfatizar que la actividad del mercado siempre está socialmente integrada, se rebate la opinión que defienden numerosos observadores, que advierten de que el «capital global» es un leviatán ávido de beneficios que viola despiadadamente fronteras políticas e irrumpe a través de los muros de contención social encarnados en las comunidades locales y otras instituciones. «Relaciones frías, auténticamente distanciadas y por tanto puramente contractuales ejemplifican el entero espíritu del turbocapitalismo», escribe Luttwak. Tales descripciones de la difusión de los negocios globales captan adecuadamente algo de sus tendencias fanfarronas, bucaneras, debeladoras del tiempo y la distancia. También subrayan su orientación amoral hacia el lucro, consecuencia de la separación geográfica que se produce en las empresas entre las decisiones de inversión y sus consecuencias sociales. Estas descripciones plantean un problema normativo: la necesidad de abordar políticamente la tendencia crónica de la producción y el intercambio de mercancías a descerrajar la sociedad civil global y vagar libremente por sus estancias, como un ladrón nocturno. «Mientras el capitalismo siga triunfante», comenta Soros, «la búsqueda de dinero se impone a cualesquiera otras consideraciones sociales […] El desarrollo de una economía global no ha ido acompañado del desarrollo de una sociedad global».
Aunque estas afirmaciones dan que pensar, puede defenderse que exageran el grado en el que el turbocapitalismo se ha desligado o desvinculado de la sociedad civil global emergente. No hay empresa, incluyendo las empresas globales, que pueda funcionar adecuadamente en tanto que tal empresa a menos que recurra generosamente y nutra al entorno ajeno al mercado de la sociedad civil en la que está más o menos integrada. La distinción artificial entre el «mercado» y la «sociedad civil global» enmascara este punto fundamental, encubriendo así una dinámica básica de nuestra época: la tendencia del turbocapitalismo a nutrir al tiempo que disloca las estructuras de la sociedad civil global dentro de las que opera.
Es importante captar esta dinámica positiva y negativa. Por el lado positivo, en lo que tiene de potenciación de la sociedad, ciertos sectores de la empresa global confieren una gran «densidad» a las redes de comunicaciones que permiten a todas las organizaciones y redes operar a nivel global. En las circunstancias modernas, muchas veces han sido los estados y no las empresas globales quienes han inventado las nuevas tecnologías de transporte y comunicación. Aunque esta norma sigue siendo cierta en determinados casos, como en el de la World Wide Web o los satélites geoestacionarios, es típico que sea el mercado el que impulse las inversiones posteriores en estas y otras tecnologías de la comunicación: la inversión acude allí donde las tasas de retorno son elevadas. La introducción comercial de estas tecnologías, así como los grandes reactores de carga, la fibra óptica, los grandes barcos cargueros y la difusión del transporte en contenedores (que permite pasar con seguridad de un tipo de transporte a otro), ha tenido varios efectos acumulativos y revolucionarios. Mediante las redes que arriendan, organizaciones grandes y pequeñas pueden operar ahora a través de vastas distancias geográficas gracias al desarrollo de los nexos entre países, las redes radiales regionales y los servicios globales de telecomunicaciones. Se produce una drástica reducción de los costes operativos y del tiempo que precisa trasladar de un lado a otro del mundo información, cosas y personas. Se reduce en gran medida la fricción de la distancia.
Las empresas también tienen efectos socializadores en virtud de su tendencia a agruparse geográficamente en los ecosistemas de la sociedad civil global en ciudades que forman parte de una región más amplia. Crean «interdependencias no negociadas» con bases regionales. Ejemplos de estas regiones florecientes son Seúl-Inchon, el sur de California, Singapur, el corredor M4 y las conurbaciones de Stuttgart, Tokio, París-Sur y Milán. Las Zonas Económicas Especiales de reciente creación, las ciudades costeras abiertas y las zonas de desarrollo prioritario de China también son ejemplos llamativos. Como abejas en una colmena, las empresas acuden en enjambre a estos lugares no sólo porque sea rentable (gracias a la reducción de los costes de transacción), sino porque su propia rentabilidad requiere el cultivo de lazos socioculturales de textura densa («interdependencias no negociadas») derivados de la aglomeración. El negocio dicta la vinculación social. La rentabilidad requiere que las firmas se integren dentro de los lazos socioculturales de la sociedad civil regional; naturalmente, al integrarse de este modo aumentan la densidad de su textura. Así, la sociedad civil regional se convierte en la colmena y metrópoli de la actividad empresarial. Las empresas descubren que la interacción directa con clientes y competidores es más fácil. También descubren que el lugar en el que han decidido instalarse contiene espacios sociales en los que pueden recopilar información comercial, controlar y mantener pautas de confianza, establecer normas comunes de conducta empresarial y entablar relaciones sociales: en lugares como clubes, bares, cines, teatros, instalaciones deportivas y restaurantes. Y la sociedad civil regional actúa como «tecnópolis» o «distrito tecnológico» que permite a las empresas potenciar su capacidad de innovación tecnológica: tienen mayores facilidades para desarrollar, comprobar, imitar y seguir las innovaciones, descubrir nuevas lagunas en el mercado y reaccionar con mayor rapidez a las pautas cambiantes de la demanda.
Las empresas turbocapitalistas, con el apoyo de redes locales y regionales de firmas más pequeñas con las que hacen negocios, también tienen efectos claramente civilizadores en la sociedad civil global en la que están integradas. Para empezar, los cientos de miles de empresas que pueblan los mercados de la sociedad civil global generalmente son alérgicas a la violencia. Algunas de ellas, en determinados contextos, tienen vergonzosos historiales de colusión con la violencia de las autoridades políticas dedicadas fanáticamente a la destrucción de sus rivales, como ocurrió en Suráfrica antes de la revolución contra el apartheid, o sucede ahora en la industria de armas ligeras. Existen incluso empresas globales, como las que se dedican al comercio de diamantes y cocaína, que operan a través de redes asesinas de guerrillas armadas. Sin embargo, y este matiz es importante, la mayoría de las empresas globales comparte un interés a largo plazo comúnmente percibido en la erradicación de la violencia. A sus principales ejecutivos, por ejemplo, no les gusta trabajar con las sombras mortíferas de quienes rompen piernas, secuestran o asesinan. En general, el desempeño del negocio, que requiere la libertad para calcular el riesgo a lo largo del tiempo de forma prudente e ininterrumpida, se dificulta o imposibilita bajo la amenaza de la violencia, razón por la cual la inversión es crónicamente baja o inexistente en zonas de guerra incivil, como Sierra Leona, el sur de Sudán, Chechenia y partes de la antigua Yugoslavia.
Las empresas turbocapitalistas también generan, para algunas personas, rentas, bienes, servicios y empleos (el 50 por ciento de los empleos industriales del mundo se sitúan ahora fuera de la región de la OCDE, veinte veces más que hace cuatro décadas). Esas empresas producen cierta cantidad de «capital social» al formar a sus empleados locales en cuanto a autoorganización, puntualidad e iniciativa anticipadora. En particular, en el ámbito de la venta minorista, mediante la radio y la televisión comerciales, las empresas también implican a las culturas locales en el objetivo de construir mundos convincentes de símbolos, ideas y valores más o menos compartidos. La venta al por menor de los conglomerados transnacionales demuestra la obsolescencia de la distinción neogramsciana entre las luchas por la autenticidad plena de significado (por ejemplo, en los lenguajes de la alimentación, la moda, el lenguaje, la música y la danza) en el ámbito de la «sociedad civil» tan estrechamente concebida por Yoshikazu y otros, y los conflictos centrados en el dinero y relativos a la riqueza y la renta en «la economía». En la medida en que los medios de comunicación, con su intensa presión en pro del consumo, saturan la sociedad civil global, los conflictos sobre la generación de la riqueza y la renta dentro de «la economía» son a la vez discusiones sobre significados simbólicos. El desarrollo de servicios en el segmento superior del mercado -hoteles en Dubai que alardean de su categoría de siete estrellas y que ofrecen exóticos menús que incluyen lenguado de Dover empanado y filetes de bisonte a la brasa- y la venta al por menor en el segmento inferior del mercado de productos como McDonald’s, Pepsi y series de televisión estadounidenses a las aldeas de Asia del sur y Centroamérica y a ciudades como Shanghai, Sidney, Johanesburgo y El Cairo, han tenido, en todo caso, el efecto de acentuar la diversidad cultural local dentro de la sociedad civil global. Esto se debe en parte a que los vendedores turbocapitalistas en busca de lucro perciben la necesidad de adaptar sus productos a las condiciones y gustos locales, y también a que (como ha señalado ingeniosamente Marshall Sahlins) los consumidores locales muestran una vigorosa capacidad para reinterpretar y «sobreponerse» a esas mercancías, dándoles significados nuevos y distintos.
Es indudable que en este punto hay que ser cautelosos, porque lo cierto es que las corporaciones globales entran hoy en nuestro cuarto de estar envueltas en campañas de imagen o publicidad «pro social». Muchas empresas, con la ayuda de «ejecutivos éticos» de altos vuelos y bien pagados, se presentan ante el mundo con su credo corporativo bajo el lema «también nosotros somos ciudadanos del mundo» y hacen cuanto pueden para desviar las (posibles) acusaciones de emplear a niños de ocho años en talleres esclavistas o de pisotear descaradamente el medio ambiente. La publicidad corporativa es una amenaza potencial cuando se trata de entender claramente la dinámica de la sociedad civil global. Aunque el turbocapitalismo nutre y alienta los delicados ecosistemas sociales de la sociedad civil global emergente, desgraciadamente eso es sólo una parte de la historia empírica, esencialmente porque el turbocapitalismo también funciona como una fuerza contradictoria dentro de la sociedad civil global. Como un depredador, abusa de sus recursos y los agota, pone en peligro algunas de sus especies, arruinando incluso hábitats enteros, y los efectos de todo esto repercuten a través de los ecosistemas de la sociedad civil global. No es sorprendente que los efectos depredadores del turbocapitalismo tropiecen con resistencia: una resistencia global que va desde los experimentos con uniones de créditos, salarios máximos e intercambios de servicios, pasando por campañas de peticiones (como la del Jubileo 2000, que recogió 25 millones de firmas en todo el mundo a favor de la condonación de la deuda), hasta protestas callejeras militantes por parte de individuos y grupos que, provistos de máscaras de gas y megáfonos, están convencidos de que la vanguardia de la política anticapitalista es extraparlamentaria.
No son difíciles de encontrar las fuentes de esta protesta contra el turbocapitalismo. Para empezar, las unidades de negocio del turbocapitalismo ejercen de forma crónica lo que C. B. Macpherson denominara «poder extractivo» sobre sus trabajadores y otras personas que dependen de ellas, por ejemplo, mediante prácticas de contratar y despedir de un día para otro, y su capacidad para pagar salarios ruinosamente bajos que hay que tomar o dejar. Estas empresas también disponen del poder para arruinar la vida de otras personas decidiendo invertir aquí y no allí, o trasladando sus inversiones de un lugar a otro. La sociedad civil global también sufre la fuerte presión de adoptar estándares de vida turbocapitalistas más o menos inalcanzables ajustados a las condiciones locales, muchos de ellos de procedencia estadounidense, como los automóviles, Windows 2000, las zapatillas Nike, las motocicletas, las tarjetas de crédito, los centros comerciales, y la inacabable cháchara sobre la «libertad de elección». Si durante el siglo XVIII un cosmopolita era alguien que pensaba á la française, aquel que identificaba París con la cosmópolis, tres siglos después, gracias al turbocapitalismo, resulta ser un cosmopolita alguien cuyos gustos se fijan en Nueva York y Washington, Los Ángeles y Seattle.
Bajo la presión del turbocapitalismo, la sociedad civil global, que de otro modo muestra una fuerte tendencia hacia la poliarquía, genera de forma natural nuevas propiedades de relación, con enormes desigualdades en la distribución de la riqueza y de la renta. Las economías de empresas gigantescas como Ford y Philip Morris superan el producto interior bruto de países como Noruega y Nueva Zelanda. Entretanto, una pequeña élite de ganadores, la «clase gerencial transnacional» o, menos cortésmente, la cosmocracia burguesa -ejecutivos corporativos, abogados peripatéticos, estrellas de rock, nómadas de la era del avión a reacción que viven en áticos en lugares selectos, como el Upper East Side de Manhattan- monopoliza más riqueza y renta de las que le corresponde. El patrimonio combinado de los 200 multimillonarios más ricos del mundo alcanzaba la astronómica cifra de 1 billón de dólares en 1999, año en el que la renta combinada de los 582 millones de personas que viven en los países menos desarrollados era inferior a 146 millardos de dólares, o menos de un dólar diario. El patrimonio de las tres personas más ricas del mundo supera el PIB combinado de los 48 países más pobres. Por el momento, esa cosmocracia burguesa ejerce el poder de forma global sobre una masa de supervivientes o perdedores con diversos grados de riqueza o pobreza. Y lo hacen pese a la oposición de gobiernos suspicaces frente al mercado y al desarrollo de nuevas formas de protesta transnacional, como las recientes batallas callejeras de Seattle, Praga y Quebec, dirigidas por grupos como Earth First! y la Ruckus Society, respaldados por contingentes de agricultores, ecologistas, estudiantes, defensores de los derechos de los pueblos nativos y sindicalistas.
No es sorprendente -un apunte final en la hoja de balance- que el turbocapitalismo refuerce el poder del mercado sobre las instituciones sin ánimo de lucro de la sociedad civil, que son arrastradas y obligadas a encajar en corporaciones que obedecen las normas de la acumulación y la maximización del beneficio. Algunas organizaciones no gubernamentales que antes dependían de la financiación estatal, como la agencia de servicios con sede en Seattle Pioneer Human Services, optan por autofinanciarse a través de sus propias empresas comerciales con ánimo de lucro. Las fuerzas del mercado producen grandes desigualdades entre las ONGI: Greenpeace, que tiene un presupuesto de 100 millones de dólares anuales, y World Wildlife Fund, de 170 millones de dólares, disponen de más dinero que el Programa para el Medio Ambiente de las Naciones Unidas y la mayoría de las organizaciones estatales con las que tratan. En algunos sectores, es como si la sociedad civil global emergente no fuera más que el apéndice de la economía turbocapitalista. Algunas organizaciones no gubernamentales -las denominadas Organizaciones Empresariales No Gubernamentales- incluso se organizan explícitamente sobre el modelo de empresas comerciales desarrollando departamentos comerciales, cazatalentos, gabinetes de prensa y estrategias para la recaudación de fondos y la inversión privada. Por consiguiente, se difumina la distinción entre el mundo empresarial y el de las ONG.